martes, noviembre 4

La primavera se la lleva el viento

Empezó a hacer mucho más frío en el cementerio. Y ella tuvo que pararse, había visto la hora y ya era muy tarde. Ellos habían comenzado a ir al cementerio porque sus plazas eran hermosas. Nadie se había fijado en los cementerios, más que ellos. Las estatuas y jardines preparados sólo para cuerpos que yacían sin vida atrapados en cárceles de concreto a través de las cuales no podían apreciar cuán hermosa era su paralela: la vida. Pero ellos si podían apreciarla, y únicamente para ellos. Normalmente no iba gente al cementerio, y era un lugar donde podían estar seguros, siempre seguros. Mientras ella iba caminando hacia la salida, recordaba las conversaciones que tenían, sobre la vida y la muerte, el amor, el odio, la humanidad, el futuro, el pasado, su mismo presente y presentes paralelos. No podían quedarse callados, más cuando se besaban. Había sido el periodo más lindo de su vida. Quizás su primer amor. Y aun no entendía la razón del adiós, que había sonado tan lógica cuando él se la relató, que no pudo más que decir esas tristes palabras sobre el mismo adiós. Le dolía el corazón como nunca le había dolido. Sentía que cada palpitar era innecesario ya. Su pena le invadía cada célula de su ser y estaba casi en un piloto automático para llegar a su casa. Ya saliendo del cementerio y cruzando la calle escuchó un sonido de sirenas muy cercano a ella, miró hacia su izquierda y la ambulancia se había detenido, al parecer había habido un accidente. Se le heló el corazón y corrió en dirección de la ambulancia. Al llegar había mucha gente mirando, vió una bicicleta tirada muy lejos de allí y desesperada intentó llegar hacía el o los accidentados. Se abrió paso entremedio de la gente y cuando llegó a ver como los paramédicos encamillaban al accidentado, se dio cuenta de que era una jovencita de unos trece años, inconciente que la subían a la ambulancia, mientras la gente atónita trataba de procesar los hechos recién sucedidos

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