Al entrar al pequeño reservorio de dulces, él pudo sentir esa mezcla de olores a confites naturales, hechos sólo con amor.
- Buenas Don Mario!
- Hooola pequeño, ¿cómo está su mami?
- Bien, bien, dentro de lo que se puede. Usted sabe, el doctor dijo que tenía que tener mucho reposo. Y bueno, vengo a comprarle un embeleco para que endulce sus días acostada.
- Mmm, déjame adivinar, apuesto que vienes a llevarle dulces de anís.
- ¡Pero cómo supo usted!, así es, vengo a llevarle dulcecitos de anís.
- Mira, jóven, toma esta bolsita que tenía preparada para ella hacia unos días... y no me pagues, que es un regalo para doña Inés.
- Ohh, muchísimas gracias, don Mario, le llevaré sus saludos a mi madre.
Él tomó la bolsita de color morado de tela tornasol, la guardó en el bolsillo de su chaqueta, le dió un apretón de manos a don Mario, y prosiguió hacía la salida. Cuando abrió la puerta, ésta hizo el clásico "tilín, tilín" de las campanitas de aquel entonces. Ella estaba afuera mirando el suelo, saboreando su dulce de nuez, con sus dos manos apoyadas en el banco. Al sonar el titilar de las campanas miró hacia la puerta y él estaba allí. Le sonrió coquetamente y se hizo a un lado, indicándole que se sentara junto a ella. Él camino dos pasos y se sentó . Abrió la bolsa morada tornasol y le ofreció un dulce. Ella aceptó uno y también le ofreció un dulce de nuez de su bolsita. Él también la aceptó. Se quedaron mirando la calle. Como era domingo, en realidad no había nadie en la calle, excepto ellos dos. La brisa era tibia y movia el vestido de ella. Él porfin decidió hablarle:
- Me llamo Enrique ¿y tú?
- Primavera.
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